«Todos los niños crecen, excepto uno.» (J.M. Barrie)
Así es como empieza Peter Pan, una de mis películas favoritas y digo película porque aún no he tenido el gusto de leer el libro (pero lo leeré). La historia del niño que dejó su vida para huir a Nunca Jamás ha venido a mi mente en estos últimos días. Y no es porque vaya a cumplir años y me vaya a convertir en una adulta pues ya lo soy.
Cuando era pequeña no comprendía porque quería seguir siendo un niño, puesto que todos los niños deseamos ser mayores para hacer lo que nos dé la gana, sin tener que preguntar ni pedir permiso. Ahora con el tiempo entiendo porque no quería crecer y convertirse en adulto. No quería tener responsabilidades, que es lo que ocurre cuando eres mayor, ni perder la ingenuidad, la ternura y el infantilismo que caracteriza a cualquier niño. Y es que Peter Pan pensaba que si se hacía mayor perdería todo eso, algo totalmente erróneo.
Un adulto puede conservar el niño que fue y hacerse cargo de lo que hace, por lo menos, yo así lo creo. Un adulto, a veces, puede comportarse como un niño y otras veces, como una persona hecha y derecha, responsable de sus actos. Y es que la edad no es lo que marca el DNI, sino nuestra mentalidad y espíritu.
Un espíritu soñador y una mente que vuela por mundos imaginarios son los que realmente protegen al niño que uno lleva en su interior de esa parte madura, estricta, precavida. Crecer es una gran aventura siempre y cuando no pierdas la esencia de Peter Pan, porque una vez lo hagas no te queda nada. Toda la ilusión, la esperanza, la locura, desaparecen volviendo tu vida vacía, sin sueños y aburrida.
Todos los niños crecemos, pero eso no quiere decir que nuestra alma lo haga. Hay que cuidar al niño que tenemos dentro porque si no perderemos nuestro corazón.
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